EL DESEO EN LA CONFUSIÓN
El deseo es una ciénaga
con lecho de rosas
por eso a menudo
nos confunde la vida
llamándolo amor.
El deseo es una ciénaga
con lecho de rosas
por eso a menudo
nos confunde la vida
llamándolo amor.
Pétreo abrazo de amante milenario,
bocas desean, lava repentina,
sobre la extensa y cárnica colina
de este mármol exangüe y lapidario.
Más lejos del día, del calendario,
el amor denso sobre el tiempo mina,
se hace ave, canora golondrina,
luna, eterno grito libertario.
Y es más grande la pasión desbordada
por los poros sangrantes del silencio,
más intensa la órbita surcada
del verbo sin palabra conjugada,
que en esta quietud de silente imperio
la muerte crece en vida engalanada.
Me da mucha pereza codearme con los altos estamentos,
hablar de la cuadrícula perfecta que dibuja el soneto en el pentagrama de la poesía,
de los intereses bancarios en los devenires de la bolsa de Tokio
o la decadencia inminente de la fe en todas sus vertientes verdaderas.
Yo soy más de los proverbios que inventan las temibles verduleras,
de los arrabaleros efluvios que disienten los bolsillos vacíos,
de la ecuánime soledad que justifica cualquier pecado en las calle de un viejo mercadillo.
Hablar por hablar, sobre todo mal, me resulta cansado, lacónico, imperfectamente deshumano,
la oratoria vacía me predispone a la ira, me abotarga los intestinos, me incita a la nausea del olvido,
y son las almidonadas camisas engarzadas en falsa seda las que me producen acordes de conciencia irrevocable.
Yo prefiero sentarme en un parque sin columpios ni farolas
para fumarme la esperanza entre sábanas remendadas por el hambre,
deshilachadas en las colas del INEM,
desgastadas entre los vómitos de los sueños sin futuro.
Me gusta desandarme la memoria entre estas pestañas que recuerdan paraísos de luz,
desnudarme de pecados cuando el ayuntamiento cambia las alcantarillas y sube los impuestos,
hacerme virgen, de repente, entre la prostitución continua de mis besos.
Me siento mayor para aquello del protocolo,
aburrida por comerme la sopa con cuchara y sin ruiditos,
deseando sonarme los mocos con los botones de la camisa.
Me da tanta pereza, a menudo, vivirme
que ya no sé si reivindicar una eutanasia de luz para mis cansadas neuronas
o sentarme a parir versos en las esquinas indecentes de los paritorios oscuros.
Es una deshilachada soledad
que va arrinconando barcos
en la tristeza de la memoria,
pequeños veleros de desánimo
anclados en el acantilado del olvido.
Es un enconado silencio
de resacas involuntarias y piadosas
que besan los guijarros y las playas
con devoción de siglos somnolientos.
Es como querer llegar al fondo
de la agreste tristeza de los peces
para recuperarles aquel olvido
donde el día aún enarbolaba esperanza.
Hoy ha amanecido el día ronco,
la radio no funciona
y el calendario se ha desnudado
de días importantes.
Clamo, con la voz en grito, a las sirenas
pero sólo me responde su silencio,
su silencio de cavernas y naufragio
(olvidaba que sólo conversan con hombres,
con hombres que son héroes.)
Aparecen tormentas por la proa,
allá donde se extienden mis brazos,
y siento que todo cuanto rozo
se convierte en ígnea lluvia de soledad.
Hoy nada me conecta a la esperanza,
todo me es ajeno en esta huida
hacia el fondo de la tristeza,
hacia el abismo de mí misma.
Mañana me lo cuentas todo:
si el petit suise estaba agrio de memoria
o la napolitana sabía a beso rancio,
si a tu amiga Gemma, de tanto vivir la infancia,
se le escapa la sonrisa por las mangas de la mochila.
Mañana me lo cuentas, paso a paso, sílaba a sílaba:
a la hora del desayuno urgente,
del cola cao con fibras somnolientas y deberes ausentes de trabajo.
Que no se te olvide entre el invierno de las camisas,
en la solapa del abrigo inflado por la tiza,
en los bolsillos henchidos por corazones de azúcar y luz.
Mañana... todo... con el gesto preciso y el abrazo precioso...
ahora déjame con el silencio recostado entre los párpados
que ya se me va haciendo tarde para escucharme a mí misma.
Para habitar mi silencio tienes que venir desnudo como el llanto,
amargo como el abrazo moribundo de una despedida enamorada,
ingenuo como la eternidad plomiza de una infancia hecha olvido.
Para cohabitar en esta soledad que me visten las mañanas de domingo
tienes que ofrecerme una eutanasia de jazmines vírgenes,
un holocausto de verdades precisas entre interrogantes auroras,
un cataclismo azul irradiando cánceres de melancolía.
Que ya me voy quedando a la intemperie del tiempo con lo pies descalzos,
con el hambre entre escombros de sorpresas baldías
y con este corazón quebrado siempre por el hastío de la historia.
Yo sólo quería tener amigos para no tener deudas morales, ni préstamos sentimentales, ni abrazos solidarios de falsa tolerancia.
La amistad es otra cosa, otro latido, otra expectativa.
También me equivoqué.
Afortunadamente, no siempre yerro el camino cuando pongo el corazón; las balanzas sentimentales me son propicias como venturosa, siempre, me responde la razón.
Equivocarse es andar, negarse en la premura de los días con lluvia, adelantarse al verano que nos desnuda los huesos, inventarse olvidos que recuerdan siempre alabanzas de luz.
Equivocarse es vivir, amar y desamar en segundos precisos, en mínimos vaivenes de cárnica añoranza, en oleajes importunos que nos evitan la muerte con cicatrices de sólida ausencia.
La vida es otra cosa, otro latido, otra espectativa.
Mientras tanto me quedo en tus ojos, amigo amado, fabricándonos maromas donde asirnos a un futuro de impenetrables olvidos.
El mundo en el que vivo soy yo.
Una contaminada urbe de vías sanguíneas, arterias entre autopistas cardíacas, semáforos intermitentes con la luz de esperanza latiendo entre las alcantarillas.
Soy yo, la veo indagarme las retinas en los rostros anónimos que me saludan con silencios y apatía, con la costumbre pertinaz de los rincones donde se orinan los perros, los mendigos y los niños hambrientos de futuro.
Soy yo, es mi voz la que despierta las columnas de hormigón, las sirenas de las fábricas, los muros enfermizos desde donde se automutila la angustia, entre verjas enclaustradas por donde se derriten los presos o murmuran silencios austeros santas anónimas.
Soy la que navega el río del llanto, la que naufraga en océanos de añoranza, la que pinta, día a día, con extrema exactitud de evocados infiernos, la línea de un horizonte que empieza a nacer desde el límite de mis manos.
Mía es la semilla, el óvulo, la raíz y el pozo. Mío el esperma, el cántaro, la sed... el fruto. Mío, también, el vendabal que anega los terrenos de la esperanza, con el estómago desolado entre ácidos de tornasolada indiferencia.
Tengo que recurrir al terror de los mortales, a los cegados por la benevolencia del perdón; tengo que acunar su maltrecha conciencia entre las cortinas desvencijadas de mi roída historia, entre los cuencos desquebrajados de mis rodillas hambrientas,entre los últimos resquicios de mi verdad prominente como un cárnico exódo de células ávidas de luz.
El mundo en el que vivo soy yo: Génesis y Apocalípsis para un corazón donde se cruzan los caminos de la esperanza.
Yo no elegí ser poeta,
la poesía optó por mí,
me prometió un mundo de imaginación ilimitada:
imaginación por si vas a comer,
imaginación por si puedes pagar la hipoteca,
imaginación por si el recibo del agua no llega al abuso,
imaginación por si tus versos no llegan
al absurdo...
Entre miles de millones de obreros del andamio, de la mar y del terruño,
la poesía optó por mí,
me pidió abnegación sin ofrecerme nada a cambio:
nada de des-seguridad insocial,
nada de contratos o despidos inapropiados,
nada de jubilaciones prematuras
o prácticas austeras,
nada de acosos laborales
o masturbaciones pecaminosas.
La poesía optó por mí,
yo sólo elegí estar viva.
(Por eso...de vez en cuando escribo versos.)
Me echo de menos cuando descuelgo el teléfono y no reconozco mi voz,
cuando me lloro sin lágrimas y me consuelo sin pañuelos planchados,
cuando desisto de las nueces y el chocolate, de la sopa de lluvia,
de los asmáticos helados de otoño a la sombra de una acacia desnuda.
Me echo de menos siempre que inauguro una duda más,
siempre que destemplo los calendarios con vacíos de noctámbulas ausencias,
siempre que me busco en los buzones con añorada nostalgia
de matasellos agridulces que evoquen paraísos almendrados.
Me echo de menos ahora, que escribo desrimando secretos enfermizos,
ahora que rimo desescribiendo verdades de patios vecinales,
ahora que me echo a volar como cada día y, como cada día,
caigo de bruces en la soledad imprevisible de la libertad negada.
Me echo de menos cuando me busco en la vivencia de los ojos ausentes
y sólo encuentro latidos de ignorada distancia.
A la luna se le ha puesto cara de verso enamorado,
de mimética escultura sazonando planetas
con la ambrosía errante de una primavera virgen.
Este otoño, de infinitos rincones,
viene engendrando noches de pletóricas hiedras
que reptan, sinuosas, por los paisajes de la esperanza.
Tengo que desnudarme ahora
para ya no olvidar la semblanza que nos viene
devorando la distancia,
para ya no saberme presa del llanto
que esculpe cavernas en el horizonte de la muerte.
Tengo que tiznar la piel de maná y muérdago
para ya no sentirme lejos de esa esperanza
que brota en todos los acantilados de la memoria.
Hay días en los que se desciende
por los toboganes de la hipocresía.
Se nos ensancha la memoria del olvido
y el aliento febril de la inconsciencia
se aletarga en las pestañas cual pústulas benignas.
Entonces la vida se corona de preguntas,
interrogantes precisas que suenan al misterio
de los pasillos arcanos e un paraíso sin Edén.
Es así, ya nada sirve
excepto la ciencia de la muerte,
la aventajada masacre de un destino baldío
colgando de las inhóspitas sogas de la tristeza.
Morir, acaso desvanecerse en vida,
mezclándose entre el tumulto que yergue lápidas
en mitad de un ramo de olvido.
Acabó atragantándose
con la cáustica soledad de su saliva.
Nadie le dijo que el oxígeno es libre
y que en la intimidad de los pulmones
se vuelve océano de fructíferos futuros.
Murió sin el abrigo de una lágrima,
sin la compasión del más débil suspiro.
Ahora es sólo un espectro que busca sílabas
en las rimas imperfectas de mis poemas.
Vengo con la clarividencia de los ocasos,
la nostalgia algodonada de la elegía
o el benevolente homenaje de los desterrados.
Vengo a sellar mi epitafio
en el vórtice tenaz de la nostalgia
porque sé que la vida me fue propicia
pero escogí el barro de la sangre.
Me voy.
Tened en cuenta que cierro una puerta
mas no claudico la casa.
He terminado el día con el llanto acumulado en las costillas,
la sonrisa, deshenebrada, en la boca del estómago
y un inquisitivo reflujo de nostalgia
encaramándose en la memoria.
Hubiera preferido iniciar la noche comiéndote los huesos,
oficiando misas tántricas a la altura del silencio,
reptando serranías audaces en los precipicios de tus ingles.
Pero,
ya ves,
cuando quisiste volver apenas me acordaba de tu nombre.
Razones no le faltan
al que inventó la cordura
pero es seguro que hoy
se quedaría solo
en medio de su teoría.
Sonreír porque sí...
sin miedo a las caries,
a los espamos estomacales,
a la mandíbula desencajada de un cráneo feliz.
Sonreír porque, a menudo,
se nos olvidan los pecados,
se nos enmudece la falsa conciencia,
se nos debilita el odio entre oleadas de vacunas infames.
Sonreír por nada,
cantarlo todo,
desnudarse libre,
enamorarse y, por fin, respirar.
Y, después, navegar en el llanto buscando el grial de la esperanza.
Abrir las ventanas y respirar.
Dejar atrás la gélida torpeza del desencuentro
y reafirmar el oxígeno que nos voltea
como campanas que anuncian luz de esperanza.
Renacer,
rescatar,
reinventar.
El corazón, inflado de futuro,
se deja guiar por el lírico abrazo
de los encuentros que son, siempre,
motivos de añoranza ajada.
(Nada hay mejor como retornar al nido donde se nos recuerda
con el exacto apellido de nuestros huesos.)
A veces, el amor se instala, como sin ganas,
en los vértices del corazón ausente de sorpresas,
incuba larvas de fosforescente agonía
y se deja embargar por atardeceres inútiles
de postales ficticias, envidiosas de destinatario.
El amor, como la esperanza, es la gran mentira del mundo.
No existe si no se vive...
si no se sufre...
si no se sangra...
cuanto más menguan las latitudes de su imperio
más se engrandecen las miserias de su tristeza.
Es como un spot televisivo en el que se eterniza la alegría.
Tenéis que saberlo,
amar es otra cosa,
id desnudos hasta la cuenca del primer beso,
dejaros llevar por la corriente de la cercanía permisible
y soñar, entre las pestañas, con la ambigüedad de la luz
que, tras toda quimera, existe la vida de eternidades posibles.